Estando en Budapest un barman me contó la siguiente historia que le había contado su padre, y a éste su abuelo y a su abuelo ...
En la ciudad de Buda vivió un noble magyar que lo tenía todo; o al menos, pienso ahora, aquello que para el primero en armar el relato era todo.
Vivía en la mansión familiar. Poseía caballos finos que eran su única debilidad, además de las putas, por cierto finas. Su descendencia estaba asegurada por una prole de madre de antiguo linaje. El sistema feudal le garantizaba privilegios, bienes y sumisiones humanas.
Sin embargo el Quejoso, como lo apodaban, que saltaba de caballo a puta, de éxtasis de santo a excesos de libertino tenía la obsesión de la queja.
A quien tuviera de víctima momentánea, o fija en el caso de los siervos, no paraba de relatarle sus innúmeras desgracias. Esto siempre en el interregno entre placeres.
Era la suya una manera tan convincente y veraz de contar sus pesares que el oyente adquiría para siempre la enfermedad de la queja.
Lo que nadie sabía es que el Quejoso disfrutaba muchísimo de sembrar en los demás un defecto que en realidad no tenía.
El barman movía la coctelera de plata cuando me guiñó un ojo: "Lo se bien porque el abuelo del abuelo del abuelo de mi abuelo era el Quejoso.
Y míreme a mí. Mi desgraciado destino ... siendo descendiente de unas de las más antiguas y nobles familias húngaras por el comunismo ateo acá estoy, empleado, un sirviente más en ..."
En ese momento un resorte me impulsó de mi sitio. En la misma pirueta puse una propina sobre el mármol, me di vuelta enfilando hacia la salida y dejé al hombre lamentarse solo.
Si bien por venir de donde venía ya debía estar inmunizado contra el mal en cuestión nunca me gustó tentar al Maligno.
---